viernes, 16 de septiembre de 2011

Las huellas de un ángel caído al pasar.

De frente mirando hacia el infinito. Un verde paisaje se extendía, soleado, nublado, de colores brillantes y borrosos. Encendía su cigarro con prepotencia. Miraba de vez en cuando a su alrededor con arrogancia. Extendía su blanco vestido con cuidado sobre sí misma, quería semejar una princesa olvidada.
Yo la miraba. Desde una esquina escondida, la miraba fijamente. Sus finos gestos, su digno porte. Y odiaba su arrogancia, cada segundo. Quería arrebatársela de su cara, arrancársela de su rostro. Aborrecía su prepotencia, su manera de dar la calada a ese dichoso cigarrillo. Pero era una dama, otra dama más de alta alcurnia. Por eso me acerqué, debió de convencerla mi traje de montar, porque suavizó su mirada arrogante. La pedí un cigarrillo. Me lo encendí con calma, exhalando todo el humo que mis pulmones habían podido coger.
Recordé aquella sonrisa, pensé en lo que él diría. Sé que se enorgullecería de mi. Siempre admiró mis detalles, como yo admiré los suyos. Sé que se enorgullecería de mí.
Nos quedamos calladas durante horas. Cigarro tras cigarro, la neblina se fue extendiendo y taponó la vista casi por completo. El sol se decidió a ocultarse. Ella respiró hondo, yo me levanté y la ofrecí mi mano. Esa mirada arrogante volvió, acompañada de tres cuartos de sonrisa. Aceptó mi caballerosa oferta, y se levantó. Con un último cigarro, nos dirigimos hacia el atardecer, cortado por la sombra de la magnífica casa en la que vivíamos. Todos nos esperaban. Pésimas afitrionas, cuchicheaban. Qué más da.

1 comentario:

Al dijo...

(L)
Dios, es perfecto.