viernes, 16 de marzo de 2012

Criminal.

La oscuridad de la noche me ilumina los ojos, me susurra al oído de forma persuasiva mis deseos más oscuros, mis miedos más profundos, me hiela la respiración con su aliento de fuego, me incita a cometer las locuras más grandes que nadie nunca haya visto.
Al despertar, todo se desvanece.
Un largo pasadizo recorre todo lo que mi vista abarca. Es blanco, como el de un hospital. Yo me muevo como si flotara. Poco después me doy cuenta de que estoy en una camilla que es empujada por el aire. Unas puertas se abren frente a mi, dando a la visión un fogonazo de luz que me aturde.
Estoy sentada en un sillón, dentro de la misma habitación luminosa que, desde dentro, se ve oscura y fúnebre. Las puertas están abiertas, yo miro hacia el pasadizo que poco antes recorrí, ahora para mis ojos cegados de luz no es más que un pozo oscuro del cual no se ve el fondo.
Un criminal corre hacia mi. No me ve, yo contemplo su gesto. Aturdido, con una fina línea en el entrecejo, mira hacia los lados, algo maravillado. Sigue corriendo, y mira al frente. Parece que me ve. Mi boca esboza una sonrisa malévola, y me carcajeo de su gesto asustado. A la vez, los ojos se me llenan de lágrimas, sin saber si son de pena o de malévola venganza. Sus azules rozan instintivamente mi sonrisa, y se fijan en mis oscuros. Ensancho la sonrisa con más fuerza, pero siguen brotando lágrimas tibias.
El criminal me tiene miedo. El criminal, el que ataca directamente al alma, me teme.
Es entonces cuando cierro los ojos, y veo mi rostro en el exacto lugar donde antes estaba el rostro del criminal.
Y creo ver la auténtica realidad.

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