lunes, 12 de marzo de 2012

Historias bajo el agua.

Exhalaba frente al cristal, observaba cada una de las formas que el vaho trazaba en el cristal por el contraste entre el calor interior y el frío de la calle. Giraba la cabeza de vez en cuando, daba una calada de su largo cigarrillo, y soplaba juntando los labios como si fuera a silbar expulsando el humo a través de ellos. Ensimismada en sus pensamientos, se diría. También lo estaba, pero en realidad se limitaba a observar la calle.
Los niños atravesaban la lluvia con sus botas amarillas de agua, chapoteando entre los charcos, ya casi barrizales, al salir del colegio. Sus madres gritaban desde una prudencial distancia, con gesto de enfado, bajo sus grandes paragüas naranjas y verdes, que se resguardaran cuanto antes. Un joven trajeado intentaba esquivar a los niños con una sonrisa amable, seguramente recordando su niñez, mientras intentaba apurarse por volver a su oficina. Una bella mujer, en ese mismo instante, cruzaba la calle de enfrente, moviendo las caderas sinuosamente, con una bonita gabardina beige calada hasta el cuello, martilleando con fuerza el asfalto mojado. Miró al joven, quien seguía esquivando niños, con los ojos entornados, con una de esas miradas que hielan el corazón antes de prenderle fuego. El joven se atolondró durante una décima de segundo, antes de carraspear, agitar la cabeza y formar una fina arruga en su entrecejo mientras apuraba el paso. Basta de distracciones, seguramente pensaba.
Mientras el joven y los niños se alejaban en direcciones opuestas, paseaba una joven chica con paso triste, casi funeráreo, mientras arrastraba sus grandes botas negras por el suelo. Su mirada, baja, estaba casi oculta por un gorro granate de lana. Una lágrima que asomó por su mirada grisácea se deslizó hasta lo más profundo de su bufanda, y bajó hasta su abrigo. Tardó un buen rato en pasar la calle, antes de girar en la esquina.
La calle, de pronto, se quedó desierta. Ella bufó, no tenía nada interesante que hacer más que observar la lluvia. Pero de la otra esquina apareció una pareja de ancianos, que conservaban afablemente bajo un gran paragüas chocolate. La anciana, agarrada al brazo del caballero, parecía reírse entre dientes mientras se apretujaba más hacia el brazo que cogía, en señal de frío. El anciano la miraba, con infinita ternura, mientras movía el bigote con aire chistoso, provocando una nueva carcajada en la señora. Despacito, avanzaron por la calle, riéndose, gozando de un típico día de lluvia.
El olor a café empezó a inundar el salón. La chimenea, encendida desde hacía rato, crepitaba con insistencia, mientras el fuego bailaba a su son. Se recogió bajo su manta, y se levantó presurosa. El café no se puede dejar enfriar.

1 comentario:

Al dijo...

Me quedo con los dos últimos párrafos. Forever.
xoxo