miércoles, 22 de mayo de 2013

Coming

Hubo un tiempo en que el olor a metal y el chasquido del acero rodeaba toda tierra habitada. Los hombres, en un vano intento de potenciar sus creencias e imponer a los demás las mismas, luchaban incansablemente, matándose de las formas más cruentas entre ellos en nombre de un juego en el que todos era el propio Dios y el mismísimo Mefistófeles reencarnados. Era un tiempo de azufre, lava y sudor, en el que los ríos de sangre y tinta caían de los cielos y regaban la tierra en la más cruel de las batallas, humano contra humano, hermano contra hermano.

El horrible sonido de la carne desgarrada inundaba el lugar. Choques de espadas, gritos de guerra, lamentos de desertores y proverbios de infieles regaban lo que antes había sido una bella campiña, ahora devastada por el frío, el gris, y los centenares de cuerpos desgarrados, mezclados entre el frío metálico de sus armaduras y el ardiente correr de la sangre que emanaba de ellos. Yo corría entre ellos, intentando fijar un punto en mi horizonte que me permitiera saber hacia dónde me dirigía. Cuán cruel me resultaba ver a los hermanos, mis hermanos, dejar sus vidas allí, aun más sabiendo que, al otro lado del fragor de la batalla, eran gente común, la mayoría personas pacíficas y cabales, cuyas esposas e hijos esperarían hasta el día de su propio Juicio Final. Cuán crueles somos, los humanos.
Sin embargo, yo navegaba en ese lago de armaduras abolladas, cadáveres ya putrefactos, charcos de sangre y caballeros blandiendo con las pocas fuerzas que le quedaban sus espadas con un propósito en mente. Nunca maté a ningún hombre, fuera infiel o no. Me limitaba a aprovechar aquella enorme codera del más puro metal para clavársela en la cabeza a cualquiera que se interpusiera en mi camino, sólo con el mero fin de dejarlo el suficiente tiempo inconsciente para que no me siguiera e intentara matarme.
Aún recuerdo cómo entré en batalla. Era de una familia adinerada, tuve, por mi mera condición, que escaparme de mi hogar para poder alistarme en filas, y poder recibir todo el entrenamiento posible. Tuve incluso que cambiar mi aspecto, nada me importó, sin embargo. Recuerdo que me aislaba todo lo posible, prefería entrenar por mi propia cuenta, sin la más leve colaboración de mis tantos amigos soldados, aunque más de una vez me batí en duelo con ellos, siendo claro el vencedor en estas insulsas batallas de espadachín de madera, como mi padre solía recordar. Recuerdo cuán duro fue coger por primera vez una espada, cuán difícil levantar un escudo, cuán cansado llevar aquella interminable y agobiante armadura. Pero el propio cuerpo, sabio o inconsciente, acababa por acostumbrarse, hasta que la espada se hacía manejable y liviana cual hoja de laurel, el escudo se convertía en una gran extensión de tu antebrazo, y la armadura se transformaba en una especie de segunda piel.
Pero no entremos en nimiedades. Recorría aquel campo con el más firme propósito de encontrarme con el que había sido, ya en tiempos de bonanza, mi buen amigo, mi compañero, mi confesor... mi amado. Nadie lo sabía, dado a que, por mi condición, tuve que arriesgar muchas facetas de mí para poder entrar en el mismo sitio donde él se encontraba. Nunca me descubrí, ni me descubrieron. Fui cuidadosa, aunque mi faz barbilampiña y mi cabello extrañaban a muchos de los allí presentes. Siempre prefirieron pensar que no era más que un asustado púber. Aun así, me limitaba a pbservar a aquel que una vez fue dueño de mis sueños: su mirada firme, sus duros golpes, el sdor de su frente a cada esfuerzo al que se veía expuesto... tuve tentaciones de caer ante sus rodillas y confesarme como si él fuera el mismísimo Dios, pero no pude hacerlo. Me conformaba con mirarlo desde la distancia. Por eso, cuando oí un aullido desgarrador, que prácticamente fue evidente el quién de su procedencia, alcé la cabeza cual lobo oyendo a sus congéneres y disparada me dirigí en su dirección.
Sobrepasé la pequeña colina, y llegué a un claro donde cuerpos y cuerpos se amontonaban; cabezas, brazos, piernas y demás partes ya seccionadas se esparcían alrededor de esa horrenda masacre, hundidas en su gran mayoría en charcos de tibia y espesa sangre que, al caminar, hacía que las botas chapotearan con un sonido repugnante. Se respiraba la muerte. Fue entonces cuando alcé la mirada, y vi a mi amado, en la cima de aquella despreciable colina muerta... con una lanza atravesada enmedio del pecho.
Mi corazón latió, dos veces. A la tercera, el hielo se apoderó de mi, y caí de rodillas. Lágrimas de dolor y furia recorrieron mis venas, el cansancio se apoderó de mi. Hasta que el infiel que había clavado la lanza que atravesó aquel adorado corazón se aproximó a mi, dispuesto a darme muerte. Fue... ha sido la primera y última vez que maté a un ser humano. Con las dos manos, di un mandoble que le empujó hacia atrás. Mi cólera me manejaba, la furia ante la visión del infiel creó un velo rojo en mi mirar. Quería, tenía sed de sangre. Los atravesé con la espada, me puse en pie y separé su mugrienta cabeza del resto del cuerpo. Luego tiré la espada, aun colérica, y miré de nuevo hacia mi amado, ahora inerte en esa lanza. Una luz venida del cielo descendió hacia él, y una sombra, algo parecido a un ángel, le susurró al oído algo que hizo que su alma se alzase por encima de su cuerpo. Yo miraba asombrada, de nuevo derrotada, con lágrimas en ojos y alma. Él se percató de mi presencia, me miró fijamente, con una cálida sonrisa en su boca y en sus ojos. Me quité el yelmo, dispuesta a desenmascararme, y le grité que me llevara con él. Pero una paz de pronto inundó mi pecho, me hizo cerrar los ojos... y un suspiro en la frente me hizo soltar una última lágrima de paz.
No tardé mucho tiempo en reunirme con él, pero os puedo asegurar que, cuando los soldados descubrieron mi cadáver, se sorprendieron de que en mi cara, antes considerada de joven, hubiera lágrimas brotando de mis ojos abiertos, y una sonrisa formulada en mis comisuras.

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