martes, 29 de julio de 2014

Oh no! (y otras mentirijillas)

No es difícil llevar a cabo el arte de la mentira. Sobre todo para aquellos que la única verdad que dicen es que respiran y poco más. Pero francamente, lo negarían si no fuera lo más obvio. Una vez conocí a uno de esos tipos que, tras una media hora de charla incesante (por su parte, yo permanecí lo más callada posible), no pude evitar preguntarle: "¿Pero respiras en algún momento?"; debo admitir que me reí de aquella, digamos... "suculenta e ingeniosa" contestación: "No, realmente estoy muerto". Menudo sentido del humor.
Recuerdo haber conocido a alguien, por así decirlo, curioso. A una de estas personas cuya identificación personal va más allá del nombre: los apellidos, el DNI, el número de pasaporte, de la Seguridad Social (si es que tienen uno propio), y no te dan la huella dactilar porque no llevas un lector a mano. O a la antigua usanza, un poco de tinta. A una amiga uno llegó a pedirle un bolígrafo. Creo que se dio cuenta de la magnitud de su presentación.
El caso es que, por ser mujer amable, y, por qué no, siempre me ha llamado la osadía de la gente, intenté ofrecer más conversación. Tonta de mí, pobre inocente. Si llegara a leer el futuro que se aproximaba, no hubiera abierto el más leve centímetro de mi bocaza para preguntar. Las altas horas de la madrugada, la música elevada y, sobre todo, el exceso de alcohol que mi cuerpo llevaba en cada centímetro de su riego sanguíneo hizo que el impacto fuera más leve de lo que hubiera sido si mi cordura hubiera estado intacta: diez o quince minutos de monólogo contestaron con creces la pregunta inicial. Monólogo, repito.
Esto no sería importante si no viniera a cuento; las fantasías y ademanes que hizo el sujeto por explicarme detalladamente la grandeza de su persona no fueron precisamente moderados. Traducido a la cristiana (es decir, masticado y con mucho amor y cariño), sólo le faltó explicarme que era miembro de Cáritas e iba regularmente a África a ofrecerse como voluntario. Evidentemente, partícipe de su monólogo en risas y miradas de comprensión, giraba de vez en cuando la cabeza hacia mis compañeras con un grande y hermoso "HELP!" que ni los Beatles hubieran podido cantar en cuatro minutos y medio de canción.
Sin embargo, ah, el alcohol, o como desde esa noche lo llamo, "el brebaje de Dios", literalmente, hizo que sus fatídicas cartas funcionaran. Realmente, esa es la excusa que suelo poner. Simplemente deseaba su silencio.
Al día siguiente, con un enorme dolor de cabeza y otros órganos internos (léase intrincadamente "riñones"), hinchazón de ojos, y demás efectos de la falta de alcohol tras un breve pero intenso momento de costumbre (o resaca), pude adivinar cuáles fueron los desenlaces de la noche anterior: palabras, muchas palabras. Recordé algunas sueltas, como "oposición", "emprendedor", "viajero", "inglés", "estudioso" e "inteligente". Recordé algunos aromas, como el basto e intrigante del whiskey, o el penetrante y repelente de la naftalina. También recordé algunos hechos, demasiado quizá como para ser descritos. Recordé... que le di mi número de teléfono.
Y así fue como rompí uno de mis más fieles principios: nunca des tu teléfono real a un ligue nocturno.
Después de eso... alguna conversación de poca monda, sin demasiado rigor ni demasiado uso de palabras largas. Hasta que llegó el momento más temido: la insistencia de una segunda vista. Sin duda alguna, la experiencia y la dignidad clamaban a mis olvidados recuerdos, pero apelé a mi justicia interna y decidí tirar los dados. Y sí, la conclusión fue nada más que otra enseñanza: fíate de las primeras impresiones. Al menos, a mi me funciona.
Lo que encontré en estado sobrio fue peor que en estado de embriaguez: la falta de tenacidad, el poco juego de palabras, la simplicidad de ideas y la falta de aspiración y ambición fue lo que acabó de derrumbar un poquito más la fe en el género masculino. He de decir, nunca he sido mujer que se rodee de hombres intelectualmente vacíos. Pero realmente lo que más me impresionó, ya a falta de esos rasgos que, realmente, son altamente importantes en el rasgo de ya no un hombre, si no de una persona, no fue esa escasez de recursos, sino la sarta de blasfemias y mentiras contadas por minuto; como se suele decir se pilla antes a un mentiroso que a un cojo.
Eso no fue lo último que pasó. Evidentemente, tras la fallida experiencia (y una pérdida de tiempo de hora y media en la que los únicos trazos a destacar fueron una falta importante de "échale huevos" por mi parte, una sugerencia indecente y una marca en el cuello), dejé que, en términos comunes, se enfriara el tema. Con el tiempo, todo se olvidaría, pensé, y no haría más que ser otra anécdota que contar en una reunión de amigos. Tras dos semanas de pasotismo y una calma relativa (la calma absoluta nunca ha existido), volví a ver al sujeto exactamente en el mismo sitio donde nos habíamos encontrado por vez primera. Craso error, chaval. Esta vez iba cuerda, y no permitiría ciertas cosas. Una conversación y una (falsa) excusa mía fueron suficientes para sacar a la luz lo que menos podría pensar: no solo una falta grave a la verdad, sino que una falta agravada a la moralidad. Lo suficientemente mala para que mi cara se transformara a una de absoluta incredulidad y girara la cabeza. Una, nuevamente, sugerencia inapropiada y una confesión murmurante de sentimientos me acabó de atontar completamente. Como se suele decir, cruz y raya.
Después de aquella... bueno, no ha habido muchas más oportunidades. Aprendí que, primeramente, no puedes fiarte de nadie, por muy confiable que resulte (+5 en desconfianza); que, como siempre había creído y así lo confirmé, "el amor no se encuentra en el calor de una barra de bar", y, finalmente... odio el olor a naftalina.
Sin embargo, y a pesar de otras tantas experiencias en que la mentira se ha cruzado en mi camino y me ha tocado enfrentarla cara a cara, sigo manteniendo la fe y el credo en la verdad. Algunos pensarán "pues si mienten, yo también". Me remito a la frase mítica que nuestras madres nos decían cuando queríamos hacer algo que podía resultar peligroso o arriesgado, pero, por imitación, queríamos realizar bajo cualquier circunstancia: "¿Si ellos se tiran por un puente, tú también te tiras?". El recurso de la mentira es fácil; y es cierto, quitando hipocresía de este pequeño relato, que todos hemos, vamos o estamos utilizando dicho recurso: la persona más sincera lo utiliza en casos que considera necesarios.
Pero, como todo en esta vida, hasta cierto punto.

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