sábado, 17 de octubre de 2015

Nostalgia romántica (I): kamikacismo errático

No hay mejor que este impuro momento para dedicar unas palabras a mi amadísima hoja en blanco.
Ella siempre fue dispuesta, fiel y nunca me hacía sentirme mal conmigo misma. Nunca reprochó, hasta en los peores momento, de todas aquellas cosas que llegué a volcar en ella. Siempre estuvo tras mis pasos, desde tierna edad.
Ahora, le dedico toda mi devoción.
El arte de la escritura ha sido, como bien todo buen lector sabe, el arte de unos pocos de plasmar su, llamémoslo, realidad, ya sea en un mundo imaginario o en el real. Qué sería de nosotros, las almas perdidas, si el dulce rasgar del papel en contacto con el bolígrafo no existiera.
Tanto daño han hecho las nuevas tecnologías... estamos perdiendo el romanticismo.
Bueno, la sociedad en general está perdiendo el romanticismo.
Los valores son tan simples... pero las almas perdidas tratan de ahogarlos en el más profundo de los recovecos de su efímero cuerpo para no denotar tono de burla o sarcasmo entre los alienados.
Qué pena, pobre romanticismo.
Sin embargo e hipócritamente, hasta una servidora ha hecho lo que critica. Esconder el romanticismo en burda objetividad. Como siempre, la objetividad y el raciocinio están sobrevalorados. ¿Qué hay de aquellas personas que creen, indiferentemente a lo que el mundo las diga, que una simple flor es la representación de lo más puro e inocente que podamos ver? Ah, los románticos, qué seres.
Servidora es una romántica. Esos momentos de reflexión individualista, faltos de egoísmo (tan característico en los tiempos que corren), ese anhelo y melancolía por el feliz pasado, ese sentimiento de dichosa felicidad que embriaga tu presente, y esa eterna oscuridad que el futuro alberga; eso es romanticismo.
Pero bien está decir que las almas perdidas, aunque probablemente saciadas de versos y hermosas palabras dignas de ser soltadas a la luz de la luna, también se alienan. La experiencia, esa gran y dolorosa dañina que corrompe la inocencia de las almas perdidas.
No podemos perderla el respeto, a la experiencia. Pero finalmente es el eterno mal que hace que la alienación sea posible. Basamos nuestros actos futuros en ello, en que, por ejemplo, una vez nos dañaron, no volver a caer en la misma piedra; no somos conscientes de que los errores nunca se repiten, siempre te traen algo nuevo y, con ello, una nueva aventura.
Aventura, ah, otro gran vocablo romanticista. Siempre con el sentido de la impulsividad a flor de piel, ese arranque, estallido que sale directamente de lo más profundo de tu ser para, por fin, hacer algo que, como bien despreciaría, la objetividad y el raciocinio, en otro momento, te frenaría a realizar.
¿Por qué no dejarnos llevar por la impulsividad? Unos lo hacen y les va bien; otros, los objetivos (inclúyanme en este grupo), no. Luego llega el arrepentimiento, la amargura y la... nostalgia. Cuán bella es la nostalgia.
Sin duda, somos seres alienados. Pero nunca es tarde para, como se diría de forma tan común, "dejarnos llevar por nuestro corazón".

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